Siempre hay alguien que está peor.


diciembre 11, 2006

Blog en pausa

Bueno, resulta que se está acercando la hora. Dentro de una semana y media estaré mudandome a mi casita nueva. Y los últimos tiempos son los más complicados. Empecé a guardar lo primero que hago cuando me cambio: los libros. Les parecerá increíble, pero ya llevo ocho cajas completas y todavía me falta desarmar una biblioteca entera. Después siguen los cuadros, los adornos, la ropa y por último la vajilla. Es un hábito que mantengo desde la primera vez que cambié de vivienda (y con esta, van doce). Vendrá el electricista a bajar las lámparas, cortaré el césped de mi jardín por última vez, el living se llenará de canastos repletos de cosas que seguramente no me entrarán en el departamento, regalaré otras tantas. Y hoy, la adrenalina del cambio deja lugar a un sentimiento raro: tengo miedo. No podría explicar a qué, pero cada vez me cuesta más desprenderme de lo conocido para afrontar nuevas aventuras. Trato de pensar en todo lo positivo: será mi casa, las paredes tendrán el color que elegí, los cerámicos aquellos que me gustaron. Y sin embargo sigue ahí.
También estaré lejos de ustedes por un tiempo, este es el último texto que escribo hasta enero. Aunque la lejanía será sólo en letras, porque los mudo conmigo. Entrarán por mi puerta nueva al mismo tiempo que yo y llenarán los espacios junto a mis discos, mi cama, mis muebles.
No voy a poder dejarles un saludo escrito para Navidad ni para Año Nuevo, pero sepan que serán parte de mi rito privado (algunos ya lo saben y los incluyo desde que los conozco). Cuando en Argentina sean las doce de la noche y el 2007 empiece, miraré como siempre las estrellas y la luna y pensaré en ustedes, porque eso es algo que estén donde estén, nos une: las ven todos. Y voy a agradecerles la compañía, las risas y los encuentros. Porque no importa que no nos conozcamos las caras, ustedes son también mis compañeros de la vida.
Felices Fiestas.
Ginger

diciembre 03, 2006

Hasta que el Registro Civil nos separe

- ¿Te querés casar conmigo?
- No
- ¡¡¿Cómo no?!! ¿y porqué?
- Porque ya estamos casados
- Bueno si... o mejor dicho, no. O más o menos.

El oferente era mi marido, la negante, yo. La inspiración para la propuesta le vino después de asistir a una reafirmación de votos matrimoniales de unos familiares que cumplían 25 años de casados. Debe ser la edad, pero últimamente suele tener esos ataques románticos, que son repelidos por mí de manera inmediata. Sin embargo, no estaba equivocado al decirme que nuestro casamiento era "más o menos". Y todo esto gracias a un Juez destituído.
Cuando yo era niña, el Documento Nacional de Identidad con número definitivo, se obtenía entre los 17 y 18 años. En esa época no existían las computadoras y tramitarlo, lejos de ser complicado como ahora, era sumamente sencillo. Uno llegaba a los 17, pedía permiso en la escuela y se iba hasta el Registro Civil de su ciudad (o pueblo en mi caso) con la partida de nacimiento y cuatro fotos carnet blanco y negro. Allí esperaba que la señorita empleada terminara el cocido con bizcochitos (eso permanecerá inalterable por los siglos de los siglos), solicitaba un formulario por duplicado que debía llenarse, adjuntaba la documentación y en ese mismo momento se te entregaba la libretita completa. Y te volvías contenta a tu casa, o al colegio. El resto quedaba a cargo del Juez de Paz, que daba fé sobre tu existencia, y enviaba una copia de ello al Registro Nacional de Personas y otra a la Junta Electoral.
Todo esto, siempre y cuando el magistrado fuera una persona íntegra. Pero ya se sabe, si algo insólito puede suceder, sucede en Ceres.
La designación de jueces dependía por entonces, de la propuesta que hacía el magistrado superior del departamento de cabecera (San Cristobal), se elevaba a Santa Fe, y aquí se decidía quien sería nombrado en cada pueblo de la provincia. Los jueces no pueden ser destituídos a menos que se jubilen, se mueran o hayan violado alguna norma y descubiertos in fraganti delito. Don Ferrari no era una mala persona, pero como suele pasar en los pueblos, se daba aires de patricio por el cargo que ocupaba. Ello lo llevó a mantener disputas personales con el Juez de cabecera, quien, para desgracia de aquel, tenía familia en Ceres. Tan de punta se pusieron las cosas, que este logró destituirlo por medio de artimanias non sanctas, y postular en su lugar a un primo hermano. Fue por entonces que yo saqué mi DNI.
Don Ferrari decidió irse dejándole a su sucesor la mayor complicación posible. Y no tuvo mejor idea que provocar un incendio en el Registro Civil. Todo el pueblo se alarmó ante tamaño suceso y aplaudió la acción de los Bomberos Voluntarios, pero a nadie se le ocurrió verificar que sus antecedentes estuvieran en órden.
La primer señal que tuve, fue no figurar en el padrón para las elecciones de 1983. Sin embargo, no era un error infrecuente dado el tiempo que habíamos pasado sin urnas, por lo que existía un registro de inscripción para los que, como yo, no estuvieran empadronados. El resto fue cantar y coser. Me casé, tuve hijos, accedí a tarjetas de crédito, siempre con mi DNI original.
Un día, con mi obsesión por la limpieza, lo lavé junto con un jean gastado y del documento lo único que quedó fue una tapa verde descolorida. Así que debí pedir un duplicado. Los meses pasaban y yo no tenía respuesta. Andaba por la vida con un papelito que decía "Documento en trámite" donde casi no podía leerse la letra. Cansada de esperar, tomé un colectivo a las cuatro de la mañana y me fuí al Registro Nacional de las Personas con la protesta a flor de labios. Cuando me tocó el turno, una señorita que tomaba cocido con bizcochitos buscó mi número en una computadora con procesador 386. "No", me dijo. "Su número figura vacío". Primero fue el desconcierto, después la duda y por último la certeza. Yo no existía. Y nada de lo que hubiese hecho con mi DNI, suerte de cheque sin fondo, tenía validez. Entre otras cosas, no estaba casada.
Silenciosamente, llevé mi partida de nacimiento, otras fotos carnet (esta vez en colores), realicé todos los trámites necesarios, me dieron mi nueva libretita y recién, sólo recién, le conté la historia a mi marido. Todavía se está golpeando la cabeza contra la pared, porque según él, fue como sacarse la lotería y no enterarse. Que se joda. Por crédulo.