A los argentinos se nos acusa de ventajeros, de no pagar impuestos, de hacer todo por izquierda. Y es cierto, pero la culpa siempre es de otros argentinos que no colaboran. Estos argentinos que nos obligan a portarnos mal tienen nombre propio: se llaman empleados públicos.
Como soy una persona muy prolijita en mis asuntos (léase hinchapelotas), quiero tener siempre las cosas en regla para evitarme dolores de cabeza futuros, pero mis compatriotas insisten en ponerme palos en la rueda, al punto que un día voy a sufrir una crisis psicótica en alguna dependencia del estado. Lo bueno es que no me van a internar por loca, ya que ninguno de los que me deberían asistir dejarán de charlar o tomar mate cocido mientras largo espuma por la boca, así que no tendré más remedio que esperar a que me pase y volver como pueda a mi casa.
Desde varios días atrás decidí que el miércoles me dedicaría a trámites personales: cambiar domicilio, cerrar una cuenta bancaria, sacar cédula y pasaporte. Aprovechando que mi hijo está de vacaciones (y al sólo efecto de joderlo, porque soy una madre insensible), lo levanté a las ocho de la mañana para que él también tuviera su documentación en regla. En octubre hay elecciones, por lo tanto debíamos declarar nuestra nueva locación. Para ello, previamente busqué el Registro Civil que correspondía a mi zona: Ditrito 10, Beiró al 4600. Horario de atención: de 9:30 a 14:00 hs. Nueve y veinticinco estabamos en la puerta, detrás de unas cien personas que también pretendían entrar. Un señor mayor repartía numeritos de colores según el trámite que uno realizara. Cuando nos tocó el turno, le expliqué que lo nuestro era cambio de domicilio. "Señora, acá no se realiza. Tiene que ir al GPS de su barrio" "¿Lo qué? ¿Qué cosa es un GPS?, en provincia no existe...". Me miró como si en lugar de venir de Olivos, viniera de Venus y me extendió un papelito que decía: Ricardo Gutierrez 2400, y de pura lástima me aclaró que era esquina Cuenca. Mi hijo que hasta entonces había dicho tres palabras desde que se levantó ("¿tengo que ir?"), agregó otras tres: "la puta madre". Con la frente marchita (y transpirada por el calor) nos dirigimos al bendito GPS. Ahora la que daba numeritos era una señora mayor y excedida de peso, con pocas ganas de hacer amigos. "¿Trámite?". Cambio de domicilio, aclaré. "DNI y constancia policial de residencia. Fotocopias por duplicado" - "¿Constancia policial?. Tengo la factura del celular a mi nombre y con el nuevo domicilio, ¿no sirve?" - "NO". - "Señorita, ¿está segura?, porque en Internet dice que..." "NO. Entre y preguntele a la señora de marrón, así se convence." La señora de marrón tenía cara de bulldog con hambre, así que agarré fuerte la cartera para espantarla en caso de que quisiera morderme. Le expliqué la situación, y antes de terminar, pegó un alarido que me taladró el oído (y a todos los presentes) "DORIIIIIIITAAAAA, ESTA QUIERE HACER CAMBIO DE DOMICILIO CON LA FACTURA DEL CELULAR, ¿PUEDE?". Dorita estaba sentada detrás de un mostrador descascarado, sellando una pila de papeles, único trabajo que podría hacer a la edad que tiene (le calculo unos 80). "MAAA SIIIII", dijo Dorita. Claro que ahí no terminó todo. Mi hijo no tiene servicios a su nombre, así que me llevó una hora y dos docenas de medialunas convencer a Dorita para que acepte que soy la madre y el chico vive conmigo. Habíamos terminado la primera parte. Nos quedaban tres más. Seguía el RENAR (Registro Nacional de Armas), donde me tocaba averiguar el estado de un trámite laboral. Tomamos un tren con ventanillas rotas y atestado de gente rara sentada en los estribos. Mi hijo vió mi cara de susto y volvió a hablar para ofrecerme bajar en Chacarita y tomar el subte. "Sí, por favor" fue lo único que salió de mi boca. Estuvimos otra hora esperando que la chica de recepción pueda darnos un turno de atención porque el señor que estaba antes que nosotros no entendía la nueva legislación sobre tenencia de armas. Mientras esperabamos, mi hijo miró los carteles que colgaban sobre los boxes y entre risas me dijo: "¡Explosivos!, ¿quién vendrá a tramitar un permiso para explosivos?". Le dí un sopapo por desinteresado. ¡Yo!, le contesté. ¡Ese es mi trabajo, estúpido!. Volvió a cerrar la boca y no la abrió hasta dos horas después, sólo para decir que estaba muerto de hambre. El siguiente paso fue la casa central del Banco Nación. Prefiero no insultar demasiado porque mi amigo Andrés lee este blog y trabaja allí. Sólo les cuento que demoramos dos horas para cerrar una caja de ahorro que no tenía saldo, y antes que nosotros sólo había tres personas. Nos quedaba la última etapa: cédula y pasaporte. En Buenos Aires las cosas están hechas para que uno muera de úlcera. De otro modo no se entiende como en una ciudad de ocho millones de habitantes este trámite se realiza en un sólo lugar: el cuartel central de la policía, en la calle Azopardo. Si hay una demostración de tercermundismo, es ese tipo de situaciones. Lo lógico sería que hubiera delegaciones en distintos lugares, pero no. Facilitar algo no es de argentinos. Dos cuadras antes de llegar ya veíamos la cola de gente para entrar. Ocupaban la manzana completa y cruzaba la calle. Los ojos de mi hijo se salieron de órbita y alcancé a escuchar: "vos estas loca, yo me voy de acá". Pero lo agarré de un brazo y le dije que si me dejaba sola me hacía un tatuaje en la frente sólo para avergonzarlo ante sus amigos. Como sabe que soy capaz de hacerlo, agachó la cabeza y siguió caminando. Nos pusimos últimos en la fila y exactamente una hora y cuarenta minutos después entrabamos. Nos dieron un formulario a cada uno, con un número impreso: el mío 1050, el suyo 1051. Miramos los carteles luminosos que anunciaban el 689. Casi llorando nos tiramos en el piso (porque hay unas ochenta sillas para casi 400 personas) y esperamos otras tres horas que el cartelito diga 1050. La señorita del box era amable, pero así y todo me rechazó el trámite por faltar la fotocopia de la página 6 de mi DNI., la que dice Duplicado. Le rogué de rodillas que dejara el legajo a un costado mientras yo corría hasta la fotocopiadora más cercana (tres cuadras) y volvía con ocho copias, por las dudas. Me tuvo lástima y lo hizo, pero para que la incorpore a mi carpeta debí esperar el paso previo de otras cien personas. De ahí nos mandaron a pagar el arancel. Ciento cuarenta y siete pesos, o cincuenta dólares, o cuarenta euros, como prefieran, cada uno. Recién cuando pagamos pudimos continuar: otra vez el bendito numerito para la foto. Iban por el 800 (recuerden, yo tenía el 1050). Después de tantas horas, si uno pretende salir medianamente bien para que el que vea su identificación diga "no es tan horrible", está completamente perdido. Las ojeras me llegaban a la rodilla, el rimmel se había corrido por toda la cara y el pelo parecía el del Tío Cosas de los Locos Adams. Le supliqué a la señora que me pasara photoshop, pero me ignoró. Con esa foto me niegan cualquier visa, creanme. De allí pasamos por un pasillo angostito donde un policía asqueado de tocar manos ajenas me sumergió los dedos en tinta y otro me los agarró con una pinza para que pusiera mis huellas en cuanto papel encontró. Con una seña nos mandaron a una pileta que seguramente perteneció a los enanitos de Blancanieves, por el tamaño, a lavarnos las manos. Hasta allí tenía los dedos negros, de ahí en más el color se extendió por toda la mano. En este momento estoy dejando marcas en el teclado. Salimos a las siete de la tarde famélicos, desesperados de sed y enojados con la vida.
Mi hijo volvió a hablar para decirme que después de semejante amansadora y gasto, viajaramos al exterior antes que el pasaporte venciera. Caso contrario el tatuaje se lo hacía él.
"No te preocupes", le dije. "Te juro que el pasaporte lo vamos a usar. Sentaremos el culo cuarenta y ocho horas en un colectivo y nos iremos a Perú*, pero usarlo, te juro que lo usamos."
*Para que no se enoje Pyro y de paso que entiendan los que no son argentinos, menciono Perú porque es el país más cercano en el que para entrar se necesita pasaporte. En los limítrofes se usa DNI.
# posteado por Ginger : 3:47 p. m.
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