Así como muchas personas dicen haber nacido en el cuerpo equivocado, yo sostengo que nací en el lugar erróneo. La naturaleza me hizo una jugarreta y me llevó al Sanatorio San Roque de Ceres, cuando me tocaba algún castillo de la realeza europea, o como mínimo, un hogar millonario en Beverly Hills.
Porque lo mío son los hoteles cinco estrellas, los jet privados y muchas mucamas para atenderme. En cambio, me toca limpiar, lavar y planchar casi todos los días de mi vida.
Ese era mi pensamiento hasta hace poco, cuando descubrí que no todo lo que reluce es oro.
La cosa empezó hará una semana atrás, con Gingero leyendo el catálogo de la tarjeta de crédito.
Como quien dice "que lindo ese yate de lujo", el pobre se olvidó que estaba casado conmigo y comentó en voz alta: "mirá esta promoción de Visa: dos días en un spa. Qué bien me vendría". Antes que terminara de mirar la revista, yo había hecho la reserva. Y así, entre su incredulidad y mi decisión, el viernes partimos para Cariló.
Debo aclarar que el lugar original era Ostende (cinco kilómetros antes) por una cuestión de precios, pero mi marido intentó sorprenderme (ya verán que el sorprendido fue él), cambiando por un hotel más pituco.
Lo que voy a contarles a continuación, es para que ustedes entiendan que darme lujos a mí es tirar margaritas a los cerdos. Literalmente.
La abducciónPartimos a las tres y media de la tarde con destino a la costa. Previa parada en el Atalaya (1), llegamos a Pinamar alrededor de las siete. Sí, íbamos a Cariló, pero lo que yo tengo de temeraria, mi marido lo tiene de hinchapelotas. No quería entrar por la ruta porque hay que atravesar unos cuatro kilómetros de bosque sin iluminación, así que decidió hacerlo por calles urbanizadas (2).
Para los que no conozcan Pinamar (y para que los que conozcan traten de explicarme), esta tiene una calle principal, Avenida Bunge, que va desde la ruta hasta el mar. Hacia el sur se sigue a Cariló, hacia el norte a San Bernardo. Entramos por Libertador, (sur) pasamos el hotel Algeciras (sur), seguimos, seguimos y 15 minutos después estabamos en el campo de golf, que queda exactamente al norte. Nunca cruzamos Bunge, nunca nos desviamos, nunca cambiamos de calle. Juro que nos quedamos mirando porque no existía una explicación racional. Nadie entiende lo que hicimos (nosotros tampoco), así que no quedó más remedio que volver, pedir un mapa y seguir por la ruta. Mal que le pese a Gingero.
La "sorpresa"Media hora después parabamos frente al Cariló Village, hotel elegido por mi amable esposo. Levanté los ojos maravillada por la construcción, la prolijidad, la iluminación. Sólo que cuando los bajé me encontré con un pavo real (pavo real ave, no tonto fanfarrón) con su cola desplegada, a cincuenta centímetros mío. Un metro más atrás venía otro. Para quienes no lo recuerden, tengo pánico, fobia, miedo atroz a cualquier bicho con plumas. A mayor tamaño, peor. Yo sé que es irracional, pero no tengo manera de controlarme. Me quedé inmovilizada, queriendo huir pero sin poder mover las piernas. Sólo sentía la taquicardia. Cuando mi marido se dió cuenta, corrió a socorrerme ahuyentando las aves. Pero ya era tarde. De un salto me metí en el auto, me encerré y empecé a gritar que me sacaran de ahí. No tuvo manera de convencerme. Yo ahí con esos bichos, no me quedaba. Insultándome, abrió la revista (que "por las dudas" llevó) y partimos al Costa Cariló (pongo los nombres por si quieren ver las páginas en Internet). Sin reserva, conseguimos la última habitación disponible, previo juramento del conserje que allí no había animales plumíferos.
El desayunoConfieso que siempre me pasa lo mismo: más variedad de exquisiteses me ofrecen, menos como. Termino siempre con un café y dos medialunas. Para mí que ellos lo saben y por eso te dicen: "hotel con desayuno continental". Deglutís con los ojos, pero se te cierra el estómago. Por suerte Gingero comió por mí, por él y por todos los huéspedes, como para justificar el gasto.
El SpaA las once de la mañana del sábado iniciabamos nuestro primer circuito de spa. El servicio es individual o por pareja, así que teníamos todas las instalaciones a nuestra disposición.
Una señora muy agradable nos explicó el sistema. Primero vas al sauna seco, me dijo, cuyo tiempo máximo no debe exceder los 15 minutos, pero para que sea efectivo, tampoco menos de 10.
El sauna seco es exactamente igual a meterte adentro del horno de tu casa. Una habitación de madera, cerrada, donde podés llevar un pollo y se cocina, junto con vos. Eliminás las toxinas y todo el agua del cuerpo, por lo que si no te moriste deshidratada antes, se aconseja beber mucho líquido al salir. Valientemente soporté 8 minutos, y salí puteando al sauna, a la señora y a mi marido por someterme a esa tortura. De ahí te llevan a una sala de relax donde te hacen sentar unos cinco minutos para que el cuerpo vuelva a la temperatura normal.
Cuando lográs acomodarte a gusto en el sillón, ya tenés que ir al sauna húmedo. Este es otro cubículo, exactamente igual a cuando uno tiene un chico con tos, y abre todas las canillas de agua caliente del baño para que este se llene de vapor. No es flagelante, pero al poquito tiempo morís de embole.
Terminado el ciclo del sauna húmedo, vas a la ducha finlandesa. Te parás sobre unas maderas y apretás el botón. Chorros a alta presión de agua te agujerean el cuerpo y la cabeza, más te movés, más sufrís. A esta altura uno piensa lo bien que está con la carga de estrés, con la celulitis y con las várices, y no entiende que cornos hace en esa sala de torturas. Este dura 15 minutos, pero yo escapé a los siete.
El paso siguiente es el yacuzzi. Ahí sí uno dice: "esto es lo que quería". ¡Ja!. Qué equivocación. La sonrisa de la cara se te borra cuando ponés un piecito en el agua y sacás los huesos pelados. La temperatura es la misma que se necesita para cocinar una langosta.
El porqué tiene una explicación (que no me acuerdo), pero necesitás mucho valor para meterte. Después de un rato y lleno de ampollas, empezás a acostumbrarte... justo cuando se termina el programa.
De allí te invitan a la pileta cubierta, de acceso libre y sin tiempo establecido, pero yo estaba tan cansada de padecer, que preferí ir a mi habitación y tomarme toda la botella de champagne que te obsequian al ingreso, sólo para olvidar donde estaba.
Lo terrible es que esto no terminaba ahí. A las cuatro de la tarde teníamos la segunda tanda de sufrimiento, que era lo mismo más la incorporación de una masajista.
Para no repetir, sólo les cuento como anécdota, que cuando ingresé al sauna seco, duré exactamente dos minutos y tres segundos. Por error, alguien había regulado la temperatura en 117° en lugar de los 75° correctos.
Con la masajista pretendía desquitarme. Ahí sí que estaba lo bueno.
Demoré media sesión tratando de hacerle entender que no quería embadurnarme de chocolate, ni que me activara los chakras de no sé donde, ni que me revitalizara con piedras calientes. Mi único objetivo era que me saque las terribles contracturas de la espalda. Ni bien puso un dedo sobre mi cuerpo, empecé a gritar. Para cuando terminó ya estaba afónica. Con lo poco de voz que me salía, le pregunté que clase de placer significaban esos masajes. Ella me miró y dijo "vos pediste masajes descontracturantes, no relajantes". Menos mal que sólo tenía una bata, porque de haber tenido un arma le pegaba cuatro balazos.
El domingo al mediodía salimos del hotel con mi firme juramento de no volver a un spa, por lo menos hasta que me olvide de las flagelaciones sufridas.
Indudablemente, la vida de ricos no es lo mío. Yo prefiero dormir la siesta y mirar CSI en la tele.
Eso sí, antes de emprender la vuelta, paramos en Pinamar y metí los pies en el mar, por la tradición que dice que para regresar, debés mojarte con agua del lugar.
