Hace una semana, un motociclista inconciente, circulando en contramano, sin casco y al doble de la velocidad permitida, atropelló a mi sobrina de catorce años y le quebró ambas piernas en varios lados. Desde entonces está inmovilizada en la cama de un hospital de Capital Federal porque pronto deberán operarla para llenarla de ganchos y clavos que le reconstituyan los huesos.
En estos casos es una ventaja tener una familia numerosa: todos los tíos nos organizamos para ayudar a los padres a cuidarla, y aunque la nena está bien, sólo puede mover la cabeza y un brazo, por lo que requiere asistencia todo el tiempo.
Ayer a la tarde fue mi turno.
Hacía muchos años que no entraba en un Hospital Público, tener un trabajo relativamente bueno implica también contar con una obra social privada. Y aunque uno no es ajeno a la realidad, la verdad es que la ve pasar por la vereda, pero al entrar a casa nos espera una buena comida y una cama con sábanas limpias. No reniego de eso, porque nada me vino del cielo. Sin embargo chocarse de frente con bebés desnutridos o con otras enfermedades producto de la pobreza me hicieron ver lo ridículo de quejarme por tener que cambiar el calefón. No digo que la queja no fuera válida, sólo que no somos (o fuí, no tengo porqué incluirlos a ustedes) capaces de valorar las cosas en su justa medida.
En principio, debo reconocer que la atención médica del lugar es buena, tampoco crean que las personas están olvidadas. Sí existe una suerte de impaciencia por parte del personal hacia la ignorancia de los padres que me hicieron saltar la térmica y calmada pero firmemente traté de explicarle a las enfermeras que muchas veces es tan sanadora una palabra amable como un remedio. Pero eso es anécdota.
Los enfermos reciben su cena a las siete de la tarde, y media hora después se avisa a los acompañantes que pueden tomar la suya en el comedor de pediatría, donde se comparte en una misma mesa la comida que te sirve un desganado cocinero. Fue una verdadera disyuntiva para mí: por un lado no tenía hambre (uno es animal de costumbre, en casa cenamos dos horas más tarde) pero tampoco podía rechazar la invitación de las mamás que me fueron a buscar para compartir con ellas. Nos dieron algo que parecía ser un guiso de lentejas y que posiblemente en otra oportunidad no hubiera probado, sin embargo no comer era una suerte de desprecio. Ellas sufrían por sus hijos internados, pero también agradecían poder tener una cena caliente. Me contaron sus terribles historias de vida, me mostraron sus niños, pero sobre todo me enseñaron a ser un poco más humilde y menos quejosa. Y tengo el firme propósito de grabarme en la memoria la experiencia vivida para no olvidarme nunca que cuando haga un escándalo porque se rompió una silla, otros se sientan en un cajón.
# posteado por Ginger : 8:20 a. m.
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