El problema con Brasil es el mismo que con los buenos vinos. Cuando uno empieza a tomarlos no quiere saber más nada con otros de menor calidad.
Pero para que entiendan de qué hablo, mejor empecemos por el principio.
LLegué al aeropuerto de Maceió de muy mal humor. Seis horas de vuelo pensando "ahora se cae, ahora se cae" le quitan la alegría a cualquiera. Y todavía faltaba recorrer 120 Kms por tierra hasta Maragogi.
Todos iban durmiendo menos yo, que no puedo hacerlo en otro lugar que no sea una cama. Primero vi una ruta ondulada con pequeños morros. Después los morros se fueron haciendo grandes y se llenaron de casitas de colores. Un poco más allá empezaron las palmeras y atrás el mar. Turquesa. Plácido. Increíble.
Poco a poco se me fue pasando el enojo y ya estaba completamente feliz cuando llegamos al hotel. Solito, gigante, sobre la playa. Un muchachito espigado nos acompañó hasta la habitación y cuando corrió las cortinas de la ventana empecé a gritar de alegría.
Tuvieron que hacerme entender que aunque en Brasil la gente es libre, correr a la playa en ropa interior no era agradable para la vista de nadie. Ponerme la malla me llevaría sólo dos minutos, que fueron como 15 por la bendita manía que tiene Gingero de llenar de candados la valija. Y entonces sí, me metí de cabeza al agua.
En la arena color manteca de Maragogi no se pueden juntar berberechos. Tampoco caracoles. Y los pies no se hunden. Pero tampoco te quema y el agua es tibia, transparente y tranquila. No se puede barrenar olas porque no hay, pero sí nadar lejos de la costa y mantenerte a flote. Y regresar haciendo la plancha mientras la corriente te devuelve a la playa vacía, sin gente, para vos sola.
Hasta aquí, la parte poética. Ahora va un relato estilo Ginger.
Los primeros días me la pasé tirada abajo de una palmera chupando coco, y eventualmente entrando al mar o a la pileta. No es porque buscara tranquilidad (bueno, eso también), sino porque me insolé de tal manera que mi piel era color rojo tomate, que fue mudando a rosado frutilla mientras los demás se lucían un dorado Caribe.
Al tercer día me llevaron a Galés. Así se llama un lugar que está a seis kilómetros de la costa, mar adentro, donde se formaron gracias a arrecifes de corales, unas especies de piletas con agua transparente (y distintas profundidades) llenas de bichos con escamas conocidos por el nombre de peces que te pasan entre las piernas y creen que uno pretende ser su amigo, cosa que no era mi intención. Vas en unos barquitos muy simpáticos con un instructor que te explica lo que debés hacer, en un portugués tan cerrado que lo único que te queda es confiar en tu sentido común para no ahogarte.
Cuando el ardor me había pasado un poco (sólo un poco) empecé a sumarme a las actividades que ofrecía el hotel. Hice hidru-yimnástica con un morocho que suponía que podían darme las piernas para moverme como él en el agua, bailé samba una noche en la playa hasta caer, pidiendo un pulmotor a los gritos, o por lo menos al Dr. House, comí tanto que dejó de entrarme la ropa que llevé y tomé unas veinticinco caipirinhias, unos ochenta cocos, unas cuarenta y tres cervezas, quince jugos de ananá, algunos cócteles (que no me acuerdo el nombre) y varias cositas más que se me borraron por estar ya en estado de ebriedad cuando las pedí.
Me quedé con ganas de hacer la excursión a la jungla porque no logré que ninguno me acompañe. Ninguno es ninguno, ni familiar ni huesped del hotel. Todos me miraban con pena pensando: "el sol le frió el cerebro. Mirá si me voy a pasar tres horas caminando con este calor, entre tarántulas, barracudas y otras porquerías". Son todos unos tarados. No saben lo que se perdieron.
Acá voy a hacer una aclaración y decir que Guty es un visionario. Efectivamente como lo pronosticó, en este lugar no había señal de celular, el wi-fi no funcionaba y la tele pasaba tres canales: uno que transmitía fútbol todo el día (de equipos brasileros absolutamente desconocidos), otro novelas (¡Me quedé sin saber si Isobel descubría que Francisco la engañaba, en Amor e Intrigas!) y el útlimo era una especie de Crónica pero más sangriento.
Sin embargo, reemplazabamos las horas usadas en tanta tecnología jugando al tenis, o al pool, o simplemente durmiendo en una reposera.
Cuando estaba decidiendo quedarme allí para siempre, llegó la hora de volver. Tuvieron que subirme al micro atada porque no lo lograron de otro modo.
Mi mal humor volvió ni bien pisamos el aeropuerto. Empezando por los 300 Reales que nos cobraron de tasa de embarque ($600 argentinos), siguiendo porque el avión salió con un retraso de dos horas gracias a que no había personal para el trámite de migraciones, y terminando porque una mulata con cara de mala me incautó los bronceadores (Esto es de locos, las leyes aeroportuaria dicen que no se puede subir al avión llevando productos inflamables en bolsos de mano, cosa que tiene cierta lógica. Pero mis pertenencias eran una crema de aloe vera y dos bronceadores a base de agua. Según ella, eso tampoco estaba permitido. Yo preguntaba a los gritos si suponían que iba a secuestrar el avión diciendole al piloto "esto es un secuestro, si no se desvía a Cuba lo embadurno con Hawaiian Tropic!". Pero todo lo que me contestaba era: "vocé no poede". Lo gracioso es que pasando la cinta donde quedaron mis cositas, está el free shop, lugar que puede adquirirse lo mismo e incluso productos más peligrosos y embarcar como si nada).
Gingero se pasó dos horas tratando de hacerme comprender que no era tan importante, pero a mi no me gusta que me obliguen a dejar nada que yo no quiera.
Me quedan muchas cosas por contarles ( y aproximadamente unas 345 fotos más), pero este relato de viaje se volvería muy aburrido.
Sólo permitanme decirles que el lugar es un paraíso, e ir allí es sólo cuestión de proponérselo. ¡Imaginensé que hasta una cara de pescado como yo pudo hacerlo!
Pd: En una próxima entrada voy a contarles porqué a los argentinos no nos quieren en ningún lado, y tienen razón. (también con fotos ilustrativas de denuncia)